jueves, 2 de diciembre de 2010

Presentación de "La conjura de los poetas"

(Texto leído el 25 de noviembre de 2010 en la sede de la Fundación de la Prensa durante la presentación de la "biografía novelada" de Felipe Alcaraz sobre Javier Egea).

Empezaré recordando las palabras que Jacinto Benavente pronunció al enterarse de que Federico García Lorca había sido fusilado en Granada por los fascistas en represalia por la noticia de que a él lo habían matado los rojos en Madrid: “Para dar muerte a un poeta, muerte verdadera”, dijo Benavente, “hay que matarlo dos veces: una, con la muerte, y otra, con el olvido. A García Lorca, si es fácil enterrarle muerto, no es tan fácil enterrarlo en el olvido. Su inmortalidad será el oprobio eterno de los que, estúpidamente, en él saciaron su venganza”. Curiosamente, don Jacinto, que viviría luego hasta 1954, pudo ser testigo del fracaso del régimen franquista en su intento de enterrar en el olvido a Lorca, cuyas obras completas, que luego se descubrirían aún incompletas, habían sido publicadas en nuestro país por la Editorial Aguilar un año antes de la muerte del dramaturgo y premio Nobel español, es decir, en 1953, diecisiete años después de la muerte física del poeta de Fuente Vaqueros, en circunstancias, por cierto, todavía por esclarecer.
Viene esta anécdota a cuento hoy aquí porque las palabras de Benavente son también aplicables al caso de Javier Egea. Pues, si a Javier fue fácil enterrarle muerto, no será tan fácil, sin embargo, enterrarlo en el olvido. Y lo será mucho menos desde luego a partir de ahora, sobre todo gracias a su obra conocida, pero también a los albaceas de su herencia y a la custodia que éstos han hecho de su obra hasta ahora inédita, así como además a la última novela de Felipe Alcaraz, que hoy presentamos.
Publicada por Editorial Almuzara, La conjura de los poetas es, en efecto, una biografía novelada, con nombres reales, de Javier Egea, el poeta granadino que se suicidó en 1999. Junto a él, otro nombre que destaca en la novela es el de Luis García Montero. Ellos son, según el autor, los dos protagonistas principales de un debate entre el materialismo y la posmodernidad española, inaugurada en 1982. Para Alcaraz, Javier Egea, de quien pronto se van a publicar en Bartleby las obras completas, cuyo primer volumen saldrá probablemente el próximo mes de enero, es sin duda “el exponente máximo de la posibilidad de una poesía materialista, frente a la lírica burguesa del yo íntimo y libre”. Pero, junto a los nombres de Egea y García Montero, destaca también el de Juan Carlos Rodríguez, uno de los teóricos marxistas más importantes y no precisamente conocidos ni reconocidos en el resto de España, a pesar de sus largos años de docencia en la Universidad de Granada. Él fue, precisamente, el teórico a cuya sombra surgiría en Granada en 1980 la llamada “Otra Sentimentalidad”, movimiento poético cuyos dos libros esenciales fueron Troppo mare y Paseo de los Tristes, ambos de Javier Egea.
No obstante, a partir de 1982, cuando se marca la socialdemocracia como el fin de la historia y el PCE (partido en el que militaban los tres personajes citados) cae bajo mínimos electorales, frente a la radicalidad de la poesía “otra” inicia entonces su vuelo la llamada “Poesía de la Experiencia”, cuyo líder y máximo exponente a lo largo de décadas sería, precisamente, Luis García Montero. Se trata, en palabras de Alcaraz, de “una poesía caracterizada por ellos mismos como poesía en la socialdemocracia: una poesía media, digerible, reconciliada con la experiencia diaria de la realidad, al margen de estrategias de transformación trasnochadas”. En ese momento, sin embargo, Javier Egea decide resistir y no acepta esa nueva etapa acomodaticia. Una etapa que, según Alcaraz, es “el principio de la posmodernidad española, donde el poder se traslada de la obra al nombre, y surgen líderes y camarillas, neutrales y comerciales, que marcan una norma poética: la poesía de la experiencia”. Egea escribe entonces: “Los solitarios son ésos que le dicen a su amada: me quedo solo, pero no me vendo”. Y pasa, a través de un proceso de aislamiento, a la soledad, incluso a la clandestinidad. Por su parte, los poetas de la experiencia, teniendo como referente dos fechas (1982, en que arrasa la imagen del cambio, y 1989, en que cae el muro de Berlín), construyen una “norma” que va a regir la poesía de forma totalizante, que penetra subvenciones y concursos, y que da carta de naturaleza a los poetas que en España han sido publicitados y han tenido el apoyo de la crítica y las editoriales.
Ése es el argumento y el hilo conductor de La conjura de los poetas. Y se puede decir que, con esta novela, Felipe Alcaraz contribuye a evitar la segunda muerte de Javier Egea, la de su olvido, la del entierro de su obra tras la eclosión de la posmodernidad poética española a partir del momento en el que una parte importante de la literatura se puso al servicio del mercado, dejando a un lado la defensa de las ideas. En ese momento, repito, Javier Egea se resistió, escribiendo versos tan bellos y contundentes como los anteriores, que sin duda constituyen su mejor tarjeta de presentación: “Los solitarios son ésos que le dicen a su amada: me quedo solo, pero no me vendo”. Eso es lo que cuenta, precisamente, esta nueva novela de Alcaraz, de la que ahora les hablarán, más detenidamente, tanto el autor como el editor. Por mi parte, yo me limitaré a leerles a continuación la reseña biobibliográfica por mí mismo redactada sobre él para el Diccionario de Autores Granadinos que la Academia de Buenas Letras tiene incorporado a su página web institucional.
Nacido en Granada el 1 de marzo de 1943, Felipe Alcaraz Masats es doctor en Filología Románica por la Universidad granadina, donde primero hizo la licenciatura y posteriormente obtuvo el doctorado con una tesis sobre El concepto marxista en la literatura. En 1971 se trasladó a Jaén como profesor de Lingüística y Crítica Literaria del Colegio Universitario, plaza que confirmaría tras la adscripción del centro a la Universidad de Granada y que mantuvo hasta 1986. Durante 21 años ininterrumpidos, entre 1981 y 2002, Felipe Alcaraz fue secretario general del Partido Comunista de Andalucía (PCA), y en la actualidad es presidente ejecutivo del Partido Comunista de España (PCE), integrado en la coalición Izquierda Unida (IU). Ha sido miembro del Parlamento Andaluz desde 1982 a 1993, y desde ese año hasta 2004 del Congreso de los Diputados, donde ya había obtenido escaño en las primeras elecciones democráticas de 1979 y donde a lo largo de varias legislaturas ha sido portavoz de la coalición izquierdista en temas de Justica, Defensa e Interior. Durante su larga e intensa actividad parlamentaria, Alcaraz siempre ha destacado por sus excelentes dotes de orador, habiendo sabido combinar de manera brillante su sentido de la crítica con el del humor.
Fue precisamente tras su incorporación al Colegio Universitario giennense cuando Felipe Alcaraz inició su actividad política por la que luego llegaría a ser conocido, primero en Andalucía y posteriormente en toda España. En Jaén, en efecto, Alcaraz ingresó en el PCE en 1974, participando activamente desde entonces en la reconstrucción del partido en la provincia, todavía en la clandestinidad, como no podía ser de otra forma en plena dictadura. El núcleo principal lo forma con profesores y alumnos universitarios, además de militantes de Torredonjimeno, Úbeda y Andújar, ya que los dirigentes comunistas más destacados estaban por entonces todos en la cárcel. En 1975 fue nombrado responsable político del partido en Jaén y, bajo su impulso, en pocos años se alcanzaron los 7.000 afiliados en la provincia. Tras la muerte de Franco y la posterior legalización del PCE, en las elecciones generales de 1979 se convertiría en el primer –y hasta ahora único– dirigente comunista en obtener un escaño por Jaén en el Congreso de los Diputados. Al ser elegido secretario general del PCA dos años más tarde, en 1981, decidió trasladar su residencia a Sevilla y dedicarse de lleno a la política andaluza, cambiando al año siguiente su acta de diputado comunista en las Cortes generales por la provincia de Jaén por una en el Parlamento autonómico por la de Sevilla, revalidando ésta en las elecciones de 1986, ya con el PCA integrado en Izquierda Unida-Convocatoria por Andalucía, y las de 1990, habiéndose presentado en estas últimas como candidato de la coalición a la presidencia de la Junta. En 1993 abandonó la Cámara andaluza para retornar a la política nacional como miembro electo del Congreso de los Diputados por la provincia sevillana, acta que también revalidaría sucesivamente en 1996 y 2000.
Como escritor, y por extraño que pueda parecer en un político de dedicación intensiva como la suya, Felipe Alcaraz siempre ha sabido compaginarla con su vocación literaria, faceta ésta en la que cultiva tanto la narrativa y la poesía como el ensayo. Es autor de las novelas Sobre la autodestrucción y otros efectos (1975), Informe de una toma de partido en literatura (1977), El sueño de la libertad (1981), Amor, enemigo mío (1993), Extraños centinelas (2006) y La muerte imposible (2009). Los tres primeros títulos muestran ya por sí solos el carácter eminentemente comprometido de la obra narrativa de este autor, inspirada en “el proceso de transformación socio-política en el sector de la pequeña burguesía durante los últimos años del franquismo y el postfranquismo”, en palabras del profesor José Ortega, que destaca la habilidad narradora de Alcaraz a la hora de describir las contradicciones ideológicas del sector social universitario, cuyo discurso es estructurado y reproducido lingüísticamente de manera muy inteligente en la narración. A pesar de lo cual, Ortega observa cierto retoricismo en los relatos, ya que “el narrador juzga y valora excesivamente, desde la ética marxista, los incidentes y discursos de los personajes”. Por otro lado, la primera de estas novelas (Sobre la autodestrucción y otros efectos) causó al ser publicada un gran revuelo en Granada, pues los supuestos personajes ficticios que pueblan sus páginas retrataban a personas reales de la vida pública local de aquellos años, en especial todos aquellos relacionados con el mundillo universitario. En realidad, casi todas sus novelas han seguido también la misma pauta, enmascarando en la ficción a personajes bien conocidos por el autor, como ocurre de nuevo en el último de estos relatos (La muerte imposible), donde uno de sus protagonistas, un poeta granadino inmerso en el proyecto de una poesía materialista, es fácilmente identificable con Javier Egea, hasta el punto de llegar a elegir la muerte como un acto de coherencia radical en un tiempo de rebajas culturales y claudicaciones ideológicas.
En cuanto al capítulo poético, Felipe Alcaraz ha dado a la imprenta los libros Azahar y caballo (1986), un extenso poema sobre “la épica de una juventud rebelde”; Conspiración del olvido (1988), un texto de “poesía urbana y comprometida escrito en un lenguaje llano e irónico”, en opinión –como antes– de José Ortega, y Navegación del silencio (2003). Por último, Alcaraz es autor, asimismo, de varias obras de ensayo, entre las que destacan El concepto de literatura (1974), resumen de su tesis doctoral, y su participación en el volumen colectivo Las literaturas de la transición al socialismo (1976). Mención aparte merece el libro De un tiempo rojo, verde y violeta (1990), donde recopila diversos artículos y poemas, con los que defendió su candidatura a la presidencia de la Junta de Andalucía en las elecciones autonómicas de aquel año.
Éste es el autor de La conjura de los poetas, su biografía novelada de Javier Egea, de la que a continuación él mismo nos dará las explicaciones y respuestas que considere oportunas.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Homenaje de los periodistas granadinos a José Saramago

Adjunto el texto de mi intervención en el homenaje que los periodistas granadinos rendimos anoche en la sede de nuestra Asociación a la memoria de José Saramago, con motivo del octogésimo octavo aniversario de su nacimiento. Se trata de la columna con la que inauguré mi colaboración semanal en la sección Puerta Real del diario Ideal de Granada, colaboración que se mantendría ya todos los sábados hasta mi renuncia a finales de 2005 por incompatibilidad con mi nombramiento como consejero del CAA.


Para empezar, Saramago
Con lo ingrata que esta ciudad suele ser para con sus hijos más ilustres, sobre todo en el terreno de las Artes, las Letras y las Ciencias, congratula comprobar la enorme capacidad de convocatoria que tuvo el lunes la presencia de José Saramago en el Club de Opinión de la Asociación de la Prensa. Y digo lo de ‘hijo ilustre’ no con ánimo de apropiarme para Granada de uno de los nombres más importantes de la literatura universal contemporánea por el solo hecho de la frecuencia con que últimamente nos visita, sino por los fuertes lazos que desde hace años lo unen a nuestra tierra. Pues, aunque nadie ignora que Saramago es portugués, también es conocida su condición de granadino consorte e hijo adoptivo de Castril, además de doctor ‘honoris causa’ por nuestra Universidad, por lo que bien podemos presumir, sin que nos tachen de amigos de lo ajeno, del autor de tantos libros imprescindibles para los amantes de la literatura que su sola enumeración consumiría esta columna. Si he elegido su última estancia en Granada para empezar mi relación con los lectores de ‘Puerta Real’ no es sólo con el propósito de rendir tributo a las ideas que tan bien expresa y defiende Saramago, sino con la intención de confesarme, para que nadie se llame a engaño, totalmente de acuerdo con ellas. No voy a repetir de nuevo, porque ya las han leído en este periódico en días anteriores y de plumas diferentes, ninguna de lasmuchas ‘verdades como puños’ que ‘nuestro’ premio Nobel dijo tanto en su conferencia como durante la cena-coloquio programada a continuación. Pero lo que sí quiero recordar aquí es la manera que tuvo de concluir ambas intervenciones. Primero, frente a quienes piensan que la edad termina haciendo conservadores a los jóvenes más revolucionarios, Saramago finalizó su charla declarándose “cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical”. Más tarde, tras otras dos horas de coloquio, el autor de ‘La balsa de piedra’ (la novela que lo emparentó a Granada) no tuvo reparo en despedirse haciendo una romántica y hermosa declaración pública de amor a su actual esposa y traductora, la periodista granadina Pilar del Río. Dice el narrador de ‘La caverna’, casi al inicio del relato, que “ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe”. Quede también aquí, pues, constancia pública de mi admiración, cariño y respeto por un escritor que siempre ha defendido la bandera de la ética y, a pesar del reconocimiento y fama mundial que el Nobel de Literatura le ha proporcionado, no renuncia, a sus 79 años recién cumplidos, al comunismo utópico del que tantos otros ilustres ‘camaradas’ y no pocos ‘compañeros de viaje’ no dudan en renegar al más mínimo triunfo social conseguido. Lástima que, mientras haya gente muriendo de hambre en el mundo, no tengamos a mano más voces críticas como la suya, un auténtico martillo machacón en la conciencia adormecida de esta sociedad hipócrita y globalizada que nos ha tocado vivir.

(Publicada en Ideal, el 24 de noviembre de 2001)

domingo, 14 de noviembre de 2010

La entrevista como género periodístico


Texto de la introducción a mi libro "Tiempo de hablar (Ocho escritores a grabadora abierta)", nº 46 de Mirto Academia, colección editada por la Academia de Buenas Letras, que será presentado mañana, día 15, en el salón de actos del Instituto Padre Suárez (Gran Vía, 61 - Granada) por Escolástico (Tico) Medina y Antonio Sánchez Trigueros.

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Estoy con quienes consideran que la entrevista –o, mejor dicho, lo que usualmente se denomina como ‘entrevista en profundidad’– es un género periodístico diferenciado. Por supuesto que también han de calificarse como entrevistas las que habitualmente se hacen para recabar datos o entresacar frases y comentarios para su inclusión en un reportaje, no en vano algunos de los manuales existentes sobre géneros periodísticos definen la entrevista como un subgénero del reportaje.
“La entrevista puede ser considerada como un tipo específico de reportaje”, se afirma literalmente en el texto de uno de los manuales en cuestión[1], para añadir a continuación: “si bien sus elementos característicos también pueden convertirla en un género periodístico totalmente diferenciado”. En cualquier caso, como allí se acaba concluyendo, lo que interesa tener claro es que “la entrevista pertenece a los géneros interpretativos”. Afirma después ese mismo manual que, si bien existen distintos tipos, “la entrevista periodística por excelencia es la que se conoce como entrevista de personalidad”, en la que el periodista “trata de recoger con veracidad la personalidad del personaje entrevistado”, compartiendo con sus lectores “aquellos elementos más significativos de la conversación mantenida con ese personaje”.
Pero, dada su condición de género interpretativo, no se trata, en ningún caso, de transcribir textualmente las palabras de la persona entrevistada, sino que siempre debe suponer, como bien explica otro de los manuales al uso[2], un acto creativo: “El material hablado durante la entrevista, posiblemente grabado, deberá adquirir un nuevo orden, ser seleccionado o recortado, y realizar una adaptación conveniente que permita crear la ilusión de una conversación en vivo”.
La entrevista, en definitiva, no es más que “una conversación que se da a conocer en un medio informativo”, como afirma sin más Rafael Yanes, en la revista ecuatoriana de comunicación Chasqui[3]. Aunque Yanes se refiere particularmente en su artículo a la entrevista política, lo cierto es que recoge en él diversas definiciones y opiniones al respecto que no me resisto a reproducir. Así, mientras que “algunos autores consideran que la entrevista es un género auxiliar de otros, como la crónica o el reportaje”, para Gabriel García Márquez, sin embargo, se trata del “género maestro, porque en ella está la fuente de la cual se nutren todos los géneros periodísticos”. Sigfried Mendel afirma, por su parte, que “las entrevistas son tan variadas como las personas que las conceden, los periodistas que las hacen y las noticias que las suscitan”, y Monserrat Quesada asegura que “hay casi tantos tipos de entrevistas como periodistas entrevistadores”.
Manuel del Arco es quien ofrece “la definición más breve y que puede servir para iniciar su estudio: es una conversación llevada a letra impresa o al medio audiovisual”, opinión que viene a coincidir con la del propio autor del artículo de Chasqui. Escribe Yanes, asimismo, que tal vez sea la entrevista “el género más auténticamente periodístico”, añadiendo que “además de tratarse de una conversación, debe ser un texto atractivo para el lector”, si bien “la mayoría de las definiciones insisten en dos elementos ineludibles: el diálogo y un texto periodístico con características propias”. Para terminar, Yanes concluye que “lo fundamental es que se trata de un género diferenciado al que se le supone de máximo interés, porque sitúa al lector en contacto directo con el mundo particular y privado de unas personas que destacan por sus cualidades intelectuales, artísticas, humanas…”
Pues bien, cuando hice mi bautizo como entrevistador de prensa no podía sospechar ni por asomo que las cualidades intelectuales, humanas y, sobre todo, artísticas del personaje elegido terminarían por convertirlo nada menos que en una de las más famosas estrellas del cinematógrafo internacional del último tercio del siglo XX y la década que llevamos ya consumida del XXI. Se trataba de un joven y todavía poco conocido actor británico llamado Roger Moore, que empezaba entonces a popularizar en televisión el personaje de “El Santo” y que venía a España para rodar un anuncio publicitario de un famoso brandy jerezano, coincidiendo con mis primeros pinitos periodísticos en una revista sevillana llamada Novedades. Corría el ahora mítico año de 1968 y el éxito obtenido con aquella primera experiencia sería a la postre determinante en mi decisión de dar un vuelvo absoluto al rumbo de mi vida estudiantil y cambiar la Facultad de Ciencias de la universidad hispalense por la Escuela Oficial de Periodismo (no existían todavía Facultades de Comunicación) en Madrid.
Muchos han sido desde entonces los personajes protagonistas de la política, el deporte, la cultura y el espectáculo que, tanto para la prensa escrita como para los medios audiovisuales, he tenido ocasión de entrevistar a lo largo de mi trayectoria profesional como periodista, ya sea por obligación, en el caso de los primeros, ya por devoción, en el de los restantes. Y aunque sea justo reconocer que no es el de Roger Moore el nombre más importante de ellos –no, al menos, desde un punto de vista cultural o intelectual–, también lo es admitir que probablemente –y por desgracia– sí puede haber sido el más popular de todos hasta ahora en el plano internacional.
Bajo el título de Tiempo de hablar [4], y el subtítulo Ocho escritores a grabadora abierta, en este libro recojo ahora algunas de las llamadas “entrevistas de personalidad” –en este caso, de tema literario– de las que más satisfecho me he sentido en su momento, aunque no todas ellas vieran la luz con su redacción original o en el medio para el que habían sido concebidas. De hecho, la del dramaturgo Alfonso Sastre, no la llegó a ver nunca en su día por culpa de la censura franquista y es aquí la primera vez que se publica. Lo mismo me sucedió con otra hecha también por aquella época al psiquiatra y escritor cordobés Carlos Castilla del Pino, pero no he conseguido rescatarla ahora para esta publicación. Aunque podía haber elegido alguna otra más (Francisco Ayala, José Martín Recuerda, Luis Rosales…), o haber incluido asimismo alguna de las realizadas en otros medios, sobre todo en televisión (Antonio Gala, Antonio Domínguez Ortiz…), al final me decanté por las diez que a continuación se reproducen, entre las que dos personajes, Gerald Brenan y Juan Goytisolo, figuran en cambio doblemente entrevistados en momentos y medios diferentes. Javier Egea, Gloria Fuertes, Ian Gibson, Félix Grande y Ramón J. Sender son los otros cinco “creadores de mundos en la palabra” (en definición de Manuel Ángel Vázquez Medel) que completan la lista de los entrevistados “a grabadora abierta” para este Tiempo de hablar.
Escritores, como se sabe, de personalidades, géneros, estilos y registros variados y bien diferenciados unos de otros, pero todos ellos santos de mi devoción lectora, cuyas entrevistas nunca fueron en su día realizadas por encargo de los medios en los que vieron la luz, sino concebidas siempre por el entrevistador, concedidas luego a éste a petición propia y ofrecidas con posterioridad a los medios en cuestión, donde finalmente fueron publicadas. De ahí que, al reunirlas ahora en forma de libro, el conjunto que conforman sólo podía resultar tan heterogéneo –y quizás, en algún caso, incluso anacrónico– como mis personales gustos literarios, sin que por ello dejen de tener interés –así, al menos, lo espero– para los lectores actuales.

[1] Véase, por ejemplo, la página Media prensa del Ministerio de Educación en el enlace siguiente: http://recursos.cnice.mec.es/media/prensa/bloque4/pag5.html
[2] Véase Los géneros periodísticos en el enlace http://comunicacion.idoneos.com/index.php/352599
[3] Rafael Yanes Mesa: La entrevista como género de la comunicación política (Chasqui, Revista Latinoamericana de Comunicación, nº 105, Quito, Ecuador, marzo 2009). Véase en el enlace: http://chasqui.comunica.org/content/view/513/1/
[4] Tomado del desaparecido Diario de Granada, donde bautizamos así la extensa entrevista que publicábamos en la edición dominical, que comenzaba en la contraportada y concluía en la página anterior.

domingo, 31 de octubre de 2010

Todos los muertos la muerte

(Artículo publicado en el diario Ideal de Granada, el 2 de noviembre de 2002)


Ayer me llamó un amigo para invitarme a compartir una botella de buen vino y reflexionar sobre la muerte. Me pertreché, pues, con un puñado de citas literarias y mis músicas favoritas (aquel inolvidable concierto de la prensa de hace dos años) y acudí a la cita cargado de mis mejores argumentos filosóficos sobre cuestión tan universal y eterna como local y propia de estas fechas. Así que, nada más vernos, saludarnos y ponernos al corriente de nuestras respectivas familias, mi amigo y yo entramos sin más preámbulos en materia y, casi de inmediato, como no podía ser menos, nos pusimos trascendentes. La muerte de un famoso cineasta, con quien él había trabajado y trabado amistad durante el rodaje de una película sobre un personaje del que mi amigo era y es el máximo especialista, había sido el detonante para su llamada y la causa de su indisimulada tristeza. Tristeza –me dijo– no sólo por la muerte en sí, o por la ausencia, ya para siempre, de un ser tan admirado y apreciado para él, sino por los momentos que nunca más podrían compartir, los libros y las películas en los que no podrían volver a trabajar juntos, los vinos y las tapas con los que no podrían entretener ambos ninguna otra conversación como la nuestra. Tristeza también –confesó– por no haber podido darle su último adiós, por no haber podido participar en su despedida colectiva y social. Pero ésa es ceremonia –esgrimí, por mi parte, en su consuelo– que en realidad nunca conforta a los muertos y, a veces, ni siquiera tampoco a los vivos. Entramos entonces en una larga disquisición sobre las diferencias histórico-culturales entre Occidente y Oriente, entre religiones monoteístas y politeístas, entre la civilización judeo-cristiana y su variante islámica, por un lado, y la hindú o la budista, por otro. Hasta que, tras debatir sobre el cielo y el infierno, la eternidad, el más allá, la reencarnación y demás supersticiones concebidas por el secular y comprensible miedo humano a lo desconocido, hablamos también de la muerte como negocio (los funerales, esquelas, ataúdes, lápidas, flores y demás parafernalia con que solemos despedir a nuestros muertos, ¿les sirven a ellos para algo?), para llegar por fin a esta última y curiosa pregunta, sobre todo para personas preocupadas, como nosotros, por el futuro del planeta: ¿qué será más ecológico, los entierros tradicionales o las cremaciones? En fin –añadí tras un paréntesis, retomando el hilo de mis pensamientos–, que mientras hay quienes mueren porque no mueren, como Santa Teresa, hay también quienes nunca morirán aunque mueran. Pues, si la verdadera muerte es el olvido, la experiencia nos enseña que hay muertos imposibles de olvidar. Seres que permanecen vivos para siempre en el recuerdo de quienes los conocieron, vivos en el corazón de quienes los amaron. Aunque no tengan lápidas que reproduzcan sus nombres. Ni cruces donde rezar por su almario en el paraíso. Mientras queden flores para renovar cada noviembre la memoria de su paso por este mundo. Porque “al fin y al cabo, cualquier sitio / da lo mismo para morir” (José Hierro), y si “formasen los muertos que más amas / un bosque ardiendo bajo el mar desnudo” (Luis Rosales), a quién servirá ya la “memoria de una piedra sepultada entre ortigas / sobre la cual el viento escapa a sus insomnios” (Luis Cernuda).

martes, 8 de junio de 2010

Homenaje a Carlos

Como aportación al homenaje que esta tarde se le rinde a Carlos Cano en el Carmen de la Victoria, reproduzco aquí (corrigiendo el error detectado en su día por Paca Rimbau) la columna que publiqué en Ideal con motivo del aniversario de su muerte.

UN AÑO SIN CARLOS
(Ideal, Granada, 22 de diciembre de 2001)

“Si se calla el cantor, calla la vida, porque la vida misma es como un canto”, cantaba en su día Mercedes Sosa. Todo un canto a la vida fue, precisamente, la vida toda de Carlos, a quien hace ahora un año tan amargamente nos arrebató la muerte. Tan sumidos en la tristeza quedamos aquel 19 de diciembre todos cuantos lo queríamos, que a algunos se nos atragantó a lagrimones el duro trance de despedirlo. “¡Es como si se nos hubiera caído la Alhambra encima, niño!”, me dijo esa tarde Enrique Morente, emocionado ante la multitudinaria manifestación de duelo y pesar protagonizada por las más de 20.000 personas que desfilaron por la capilla ardiente del Ayuntamiento para dar su último adiós a Carlos. Fue, sin duda, el mejor homenaje que Granada podía rendir a su cantor-poeta, un artista que había empezado reivindicando la esencia multicultural del pueblo andaluz y terminó dignificando la copla, sin dejar por ello de interpretar en ningún momento, tanto en su vida profesional como en su práctica cotidiana, la solidaridad con los más débiles.

Alguien ha escrito estos días que, desde su muerte, está de luto la copla. Pero cómo olvidar su Salustiano, la miseria, el baile del abejorro, la morralla, el milagro del Palmar, la murga de los currelantes, la Contraviesa, la canción de los marineros, Andalucía Superstar, la rumba del pai-pai, las crónicas granadinas, las casidas y gacelas lorquianas, el bando, el caso Almería, el pasodoble a Gerald Brenan, el tango de las madres locas, las habaneras de Cádiz (perdón, de Cai), María la portuguesa, el último bolero (“este bolero embriagador, madame”)... y, sobre todo, su canto a la ‘verde y blanca’, no en vano considerado como el himno oficioso de la autonomía andaluza: “Ay, qué bonica verla en el aire, quitando penas, quitando hambres, verde, blanca y verde”. Y qué bonica, igualmente, sobre el féretro del poeta-cantor en el tránsito de su último viaje...

Por eso, más que la copla, yo diría que están de luto la poesía, el cante, la música y Andalucía entera. Porque, con su muerte, a todos cuantos lo queríamos –y éramos muchos, a pesar de su seriedad y su malafollá– se nos cayó un poco la Alhambra encima. Y por eso, también, no puedo dejar de afear aquí el indiferente silencio oficial y casi generalizado con que, hasta anoche mismo, se había recordado en Granada el primer aniversario de tan señalada efeméride. A los suyos, sin embargo, nos quedará siempre el consuelo de su enorme y valioso legado musical, poético y humano.

Como me decía hace unos días José Saramago en la cafetería del aeropuerto, antes de regresar con su esposa Pilar del Río a Lanzarote, la poesía y la música de Carlos no le pertenecían ya ni siquiera a él mismo, sino al pueblo. Por ello, mal que les pese ahora a tantos de aquí, de allá o de maracuyá, su presencia continuará siempre viva en la memoria de cuantos lo amaban como persona, al tiempo que lo admiraban como cantor.

domingo, 25 de abril de 2010

La Tertulia cumple 30 años

Texto de mi intervención en el trigésimo aniversario de La Tertulia, la noche del 19 de abril de 2010:

"En el principio fue el verbo, el pensamiento y la lucha. En el principio, aquí, en La Tertulia, hace ahora 30 años, hace hoy precisamente 30 años exactos. Pero no era un verbo cualquiera, sino la poesía comprometida; no era un pensamiento más, sino la ideología marxista; no era una lucha existencial, sino la lucha de clases. Franco había ya muerto, es verdad; la dictadura había dado paso a la santificada transición, es cierto; pero la lucha de clases seguía vigente, la dialéctica marxista era todavía entonces mayoritariamente tenida por necesaria. No como ahora, cuando parece haber triunfado la teoría del nuevo régimen globalizado, el fin de las ideologías dichosamente alcanzado tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS. La Unión Soviética ha muerto, ¡viva la Unión Europea! El comunismo soviético ha muerto, ¡viva el paraíso occidental, viva la democracia liberal! Sin embargo, no somos pocos los que pensamos y proclamamos que la verdadera, la gran epidemia de nuestro tiempo sigue aún siendo el capitalismo. Por muchos antídotos posmodernos con que intenten sanearlo y muchos disfraces pseudodemocráticos con que intenten arroparlo y disimularlo. El capitalismo salvaje impera ya sin tapujos ni contrapunto alguno en nuestras vidas y no parecen quedar proletarios suficientes en el mundo para unirse y conseguir derribarlo, o al menos, intentarlo. Es que ni siquiera parece que haya ya proletarios, al menos en nuestro país. Lo que hay ahora son consumidores, somos consumidores, muchos consumidores. Pero tampoco parece que el grito de “¡Consumidores de todos los países, uníos!” pueda movilizar a casi nadie. Porque lo cierto es que el régimen socialdemócrata de Felipe González se encargó de meternos en la OTAN y desmovilizarnos, desmotivarnos, desideologizarnos. Y aunque el nefasto paréntesis aznariano estuvo a punto de despertarnos de nuevo, el zapaterismo ahora parece habernos anestesiado ya definitivamente bajo la amenaza de la crisis mundial financiera. La desideologización actual de la sociedad lleva a que en la conmemoración del centenario de Miguel Hernández se oculte su condición de militante comunista, algo tan determinante para su obra como lo fue para su vida y, sobre todo, para su muerte. O, por venirnos más cerca, que ahora se recuerde el paso por este local de Rafael Alberti o Mario Benedetti obviando su condición de comunistas ilustres. Y, sin embargo, cuando ellos pasaron por aquí, ambos tuvieron a gala proclamarla con orgullo. O como Javier Egea, tan asiduo de este estrado y del que ahora tanto se escribe y se habla, y que, al entrevistarlo un día para el Diario de Granada, no se recató en declararme sin tapujos: “Yo no soy un poeta comunista. Yo soy un comunista poeta, que no es lo mismo”. Por supuesto que no era lo mismo, ni lo sigue siendo, por mucho que la desmemoria propiciada por la ola liberal posmoderna confunda comunismo con estalinismo y pretenda proscribirlo por ello mientras el fascismo nunca proscrito se revitaliza de nuevo y cobra cada vez más fuerza ante la pasividad del PSOE y el aliento del PP. ¿Tiene, pues, sentido que venga yo ahora a recordaros que fue muy cerca de aquí, concretamente a la vuelta de la esquina, donde la célula Gramsci del PCE tenía su santuario clandestino de trabajo y a consecuencia de ello consagró luego en La Tertulia su antro público de recreo? ¿Tiene sentido que, a pesar de cuantos reniegan ahora de aquella etapa, de aquella militancia, de aquella lucha, sin la cual la salida política de la dictadura franquista hubiera sin duda sido diferente, siga yo aún reivindicando su memoria, su existencia, su historia? ¿Tiene sentido que, ahora que parece como si la palabra comunista se hubiera convertido en sinónimo de apestado, hasta el punto de que algunos que lo fueron se sonrojan cuando se les recuerda, venga yo aquí a evocar el tiempo en que fue considerado un signo de tanto mérito y prestigio que hasta quienes nunca lo fueron presumían de haberlo sido? Quizás me expongo a que alguien pueda interpretar mis palabras como un canto nostálgico al “cualquier tiempo pasado fue mejor”, un panegírico al “contra Franco luchábamos mejor”. Pero no es eso, por supuesto, ni muchísimo menos. Además, cuando Tato y Cele abrieron La Tertulia, Franco llevaba ya exactamente cuatro años y seis meses bien muerto y enterrado en su faraónico mausoleo al que aún siguen acudiendo legalmente en peregrinación, para oprobio y vergüenza nuestra, los fascistas de este país a venerar su infausta memoria. La nuestra, en cambio, se nutre hoy de otros momentos, otros recuerdos, otros nombres. Nombres como los de Alejandro Barletta, Graciela Ferrari, Enrique Morente, Paco Ibáñez, Joaquín Sabina, Raúl Alcover, Aurora Moreno, Paco Moyano, Susana Oviedo, Ricardo Carpani, Rafael Pérez Estrada, Claudio Sánchez Muros, Juan Vida, Paco Castro, Javier Korral, Agustín Ruiz de Almodóvar, Mario Aciar, Pedro Moya, Juan Arrabal, Jorge Ferré, Vázquez de Sola, Peridis y Martinmorales, Óscar Ferrigno y Fabiana Gabel, Ramón Rivero, Miguel Aparicio, Celia Guevara, Daniel Moyano, Agustín García Calvo, José Luis García Rúa, José Luis Cano, Fernando Quiñones, Caballero Bonald, Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Rafael Montesinos, Luis Antonio de Villena, Javier Lostalé, José Ramón Ripoll, Jesús Fernández Palacios, Julio Herranz, Felipe Benítez Reyes, Graciela Baquero, Leopoldo Castilla, Ignacio Llamas, Antonio Rodelas, Cipriano Torres, Rafa Villegas, Antonio Ramón, Guillermo Busutil, José Ladrón de Guevara, Juan de Loxa, Antonio Carvajal, Pepe Heredia Maya, Juan Carlos Rodríguez, Mariano Maresca, Jerónimo Páez, Andrés Sopeña, Antonio Sánchez Trigueros, Paco López Barrios, Miguel Hagerty, Alejandro Víctor García, Antonio Muñoz Molina, Fidel Villar Ribot, José Gutiérrez, Rafael Juárez, Ángeles Mora, Teresa Gómez, Antonio Jiménez Millán, Álvaro Salvador, Andrés Soria Olmedo, Luis García Montero, José Carlos Rosales, Justo Navarro, este gaditano que ahora me acompaña (Juan José Téllez) y tantos y tantos otros que se me quedan en el tintero, pero entre los que no puedo dejar de recordar otra vez a los citados y llorados Rafael Alberti, Mario Benedetti y Javier Egea. Y junto a todos ellos, siempre los de Tato y Cele, a cuya presentación en sociedad con la apertura de La Tertulia yo mismo dediqué estas líneas en El País: “Hace unos meses, Tato y Cele, argentino y madrileña, llegaron a Granada procedentes de Suecia, donde el primero se encontraba exiliado. Les gustó la ciudad para cuna del hijo que esperaban y montaron este lugar de reunión para amigos de la cultura. En el número 3 de la calle Pintor López Mezquita, La Tertulia se define como café-bar, biblioteca, librería, sala de exposiciones y conferencias. Se trata de algo parecido a los book-cafés suecos y, en tan poco tiempo, ha adquirido ya un variado y valioso ambiente cultural, donde prácticamente cabe todo, con seriedad, y donde se admite a cuantas personas quieran relacionarse con las letras y las artes desde un plano espontáneo y nada oficialista. En boca de su artífice, La Tertulia es, simplemente, un lugar agradable donde se puede hacer, dar o recibir cultura mientras siempre suena de fondo buena y variada música”. Lo que no pude decir en aquella breve nota es lo que esta noche acabo antes de explicar como preámbulo y lo que voy a añadir ahora como colofón a mi intervención en el 30º aniversario del local donde mi amigo y camarada Javier Egea –para mí, su nombre y su recuerdo permanecen ineludiblemente unidos para siempre a La Tertulia– presentó una lectura mía de relatos con las palabras que más he apreciado, y sigo apreciando aún, de todas las que jamás nadie haya en público pronunciado sobre mi persona. Voy a repetir, en homenaje a su memoria, un extracto de su presentación que considero aún vigente, a saber: “Conocí a Eduardo –dijo aquella noche Javier– allá por la primera agonía del dictador. Trabajamos, junto a otros camaradas, en una célula comunista a la que Antonio Gramsci había prestado su nombre. Nos hicimos grandes amigos. Han pasado los años y seguimos siendo amigos y camaradas. Sabemos que, a pesar de vernos de tarde en tarde, no es necesaria ninguna palabra para justificarnos. Y esto no es fácil en el mundo capitalista. Pero todo está ya muy claro. Y cada día más. Por eso voy a utilizar para presentarle un texto (mi último trabajo), un poema que considero bastante argumental y expositivo (quizá con suerte también clarificador) de cómo fuimos encontrando, a través de aquellas reuniones clandestinas, aquellas lecturas comunes, aquel dolor común, la hermosa y terrible luz que hace posible que hoy les pueda hablar tajantemente de nuestra amistad, sin necesidad de falsos halagos y gratuitas perífrasis. Ustedes se preguntarán cómo es posible poner la mano en el fuego, ni siquiera tratándose de un amigo. Y yo me atrevo a afirmar, sin ningún pudor, que mientras nuestro horizonte sea el mismo (y, por tanto, la lucha por él), no sólo pondré la mano en el fuego, sino que me la dejaré abrasar muy gustosamente. Porque para eso hemos venido a este mundo: para quemarnos.” Ésas fueron sus palabras de entonces y puedo darles fe de que, 30 años después, nuestro horizonte, el suyo y el mío, y espero que también el de muchos de ustedes, sigue todavía siendo el mismo. He aquí, por fin, el poema que aquella noche me dedicó Javier y que, hoy por hoy, permanece aún inédito en letras de imprenta:

Sin saber cómo nos quedamos solos en mitad de la historia.
O quizá fue
que la soledad era como un útero blanco,
y una pregunta torpe el agua que caía gota a gota
sobre la piel de la ciudad vencida.

Sin saber cómo
temblamos al mirarnos las manos del presagio cada día:
el hueco enorme y el dolor: el éxodo.

Buscar algún recodo del camino
es parte del trabajo que nos une,
buscar lo que quedó de la alegría
en medio de un terrible silencio compartido.

Lo demás huelga, hermano, camarada.

El único programa del gobierno es saber lo que eres,
por qué vas por la calle,
por qué alumbras a veces y te apagas de golpe,
es saber que a pesar del parlamento
florecen los almendros y se agotan
y no estamos allí sobre la tierra
atentos a la extraña dimensión
de las hojas rotas, perdidas,
como aquella ponencia que se quedó en el gesto de los héroes
que nunca hicieron falta: la voz innecesaria: la arena y la palabra.

Sin saber cómo nos vamos viendo tristes
y no estamos allí recogiendo el agua a borbotones.

Que hay que gobernar este mundo con besos.
Lo demás hojarasca, ceniza, tiempo roto.
Lo demás es la muerte, es andar por la historia
sin saber la distancia que separa tu mano de la mía.
[Javier Egea. Granada, marzo de 1980.]"

domingo, 3 de enero de 2010

"Lorca, Gibson, el olivo y los huesos" (Ideal, 3 de enero de 2010, pg. 29)

Nacido en Irlanda y nacionalizado español desde hace ya varias décadas, el hispanista Ian Gibson es, sin lugar a dudas y mal que les pese a tantos detractores y envidiosos, la persona que más tiempo y fervor ha dedicado a investigar y desvelar la intensa y prolífica biografía de Federico García Lorca, incluidos sus últimos y trágicos días. Por eso es comprensible que se muestre dolido por no haber sido consultado a la hora de desarrollar el proyecto, elaborado por la Asociación de la Memoria Histórica de Granada y financiado por la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía, para la localización y excavación arqueológica de la fosa donde supuestamente yace enterrado, desde la fatídica madrugada del 19 de agosto de 1936, el más grande y universal escritor granadino de todos los tiempos, junto al maestro de Pulianas Dióscoro Galindo y los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, ambos militantes anarquistas.
Porque, por mucho que la Asociación haya actuado a petición de los familiares de Galindo y Galadí, y con la oposición explícita de los de García Lorca, lo cierto es que eran el nombre, la fama y el simbolismo de este último los que originaron la enorme expectativa pública y el inusitado interés informativo de numerosos medios de comunicación de todo el mundo alrededor de la carpa instalada en el parque de Alfacar para proteger de curiosos e impertinentes los trabajos de la excavación. Que éstos hayan concluido con la constatación científica de que dentro del perímetro estudiado nunca existió enterramiento alguno de restos humanos, no invalida ni contradice, sin embargo, la veracidad de los indicios que apuntan hacia dicho lugar como el más probable para la ubicación de la famosa y tan buscada fosa lorquiana, que muy bien podría hallarse en las inmediaciones de dicho perímetro, al otro lado de la valla del parque. De ahí que el decepcionante resultado de la excavación recién terminada sólo deba servir para confirmar la idea de que, como apuntaba Ian Gibson el pasado miércoles en el diario El País, lo que hay que hacer ahora es seguir buscando más allá de los límites del parque. Porque, ciertamente, que no hubiera fosas a un lado del barranquillo que delimita el parque no significa que no las pueda haber al otro lado, es decir, en el terreno actualmente plantado de pinos. Y, para constatar o desechar esta posibilidad, la única vía científicamente admisible es, una vez más, la de la excavación arqueológica.
Ahora bien, como uno de los nueve informadores que comparecieron ante la Comisión de Encuesta creada por la Diputación Provincial de Granada, a finales de 1979 y a iniciativa de su presidente José Sánchez Faba, para la identificación y adquisición pública del paraje donde habían sido fusilados y enterrados Lorca y sus desafortunados compañeros de destino, así como fundador y miembro de la junta directiva de la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica, tengo que puntualizar aquí un par de imprecisiones deslizadas en el citado y excelente artículo del escritor hispano-irlandés.
En primer lugar, debo señalar que, al igual que Agustín Penón en 1955 y el propio Gibson en 1966 y 1978, yo también tuve ocasión de hablar con Manuel Castilla (Manolo “el comunista”) cuando, en la primavera de 1972, realizaba la investigación para mi tesis en la Escuela Oficial de Periodismo (más tarde convertida en libro y publicada en 1975 por la editorial Akal con el título de Muerte en Granada: la tragedia de Federico García Lorca), y también a mí me señaló, sin lugar a dudas, el famoso olivo que el hispanista había fotografiado para su libro de Ruedo Ibérico y del que yo mismo incluiría más tarde en el mío una instantánea de Chituela Espinós. Aunque por desgracia no conservo las notas de mi entrevista con él, al leer el artículo de Ian he recordado con claridad meridiana que también a mí me dijo más o menos literalmente lo de “en un roal de cinco a diez metros alrededor del olivo”.
No obstante, tengo entendido (así se me dijo entonces por los responsables de la institución provincial) que, cuando se compraron los terrenos para la ubicación del futuro parque dedicado “a la memoria de García Lorca y de todas las demás víctimas inocentes de la guerra civil”, las dos parcelas separadas por el barranquillo al que se refiere Gibson eran de distintos propietarios, negándose tajantemente a su venta los dueños de la parcela donde se encuentran los pinos, por lo que se decidió adquirir sólo la que comprendía el citado olivo señalado por Castilla como referencia inequívoca de identificación del enterramiento de los restos del poeta y las otras tres personas que junto a él corrieron su misma suerte. De hecho, la parcela de los pinos sigue siendo de propiedad privada, y de ahí que en las recientes excavaciones arqueológicas promovidas por la Asociación de la Memoria Histórica no haya sido posible traspasar la linde del parque público por carecerse del pertinente permiso de sus dueños. Ahora parece, pues, llegado el momento de conseguirlo.
Y en segundo lugar, hay que aclarar que, cuando se ejecutaron las obras del parque en 1986, el gobierno de la Diputación granadina no estaba en manos del PSOE, sino de un grupo organizado de antiguos militantes socialistas conocidos en Granada por el nombre de “los catetos”, que se hicieron con el poder provincial a riesgo de su expulsión oficial y que años después acabarían ingresando en su mayoría en el Partido Andalucista. Entre ellos, en efecto, figuraba como vicepresidente segundo Antonio Ernesto Molina Linares, a cuyas declaraciones sobre la aparición y el nuevo enterramiento de los presuntos restos de los fusilados en 1936, publicadas en IDEAL el 20 de octubre de 2008, sinceramente, nunca les he dado la más mínima credibilidad. Es cierto que, en honor a la verdad, hablando en cierta ocasión con el diputado responsable entonces de las obras del parque, José Antonio Valdivia, éste nos confesó a Antonio Mora y a mí mismo que se habían encontrado unos cuantos huesos junto a la cuneta de la carretera y lejos ya del olivo, pero que “ni tenían aspecto de ser humanos ni, en todo caso, eran suficientes para completar los restos de un solo individuo”.
En cuanto a las manifestaciones realizadas, en el mismo sentido que Ernesto Molina, por el ex funcionario del Patronato García Lorca y actual alcalde de Jun, José Antonio Rodríguez Salas (éste, sí, del PSOE), hace tiempo que son bastante conocidas, entre la clase política y los periodistas de Granada, tanto su desbordante tendencia a la fantasía como su desmesurada megalomanía y afán de protagonismo, baste sólo citar a este respecto su última ocurrencia: la entrega de un premio en nombre de su pueblo, aunque sin permiso del pleno municipal ni previo referéndum cibernáutico, al ‘capo’ de la telebasura en nuestro país, Jorge Javier Vázquez, en cuyo popular programa Sálvame estuvo el alcalde junero chupando cámara toda una tarde. Y aunque no sé si se dignará a dar explicaciones sobre ello a sus compañeros de corporación o a sus vecinos, lo cierto es que, respecto al tema que aquí nos ocupa, y como bien apunta Gibson, tanto él como el ex vicepresidente provincial tienen la obligación de darlas. Porque, de ser cierto lo que hace poco más de un año dijeron en este periódico, habrían podido incurrir en algún tipo de responsabilidad legal, al no haber puesto en su día el hallazgo en conocimiento de la autoridad judicial competente.
En cualquier caso, me apunto a la petición hecha por Ian Gibson, en nombre del interés común y de la verdad histórica, así como en cumplimiento de la propia ley de la Memoria Histórica, para que el Estado, ya sea por iniciativa del Gobierno central, ya de la Junta de Andalucía, se decida de una vez a localizar, exhumar y enterrar dignamente (aunque fuese en el mismo lugar donde aparecieran sus restos) al más célebre poeta granadino de todos los tiempos, convertido a su pesar, como Víctor Jara en el Chile de Pinochet, en símbolo universal de la represión franquista en nuestro país. Y aunque todos estemos de acuerdo con el lema de que “Lorca eran todos”, se cumpliría así de paso el objetivo del proyecto impulsado por la Asociación de la Memoria Histórica de Granada a petición de familiares de “los fusilados con Lorca”.