(Artículo publicado en el diario Ideal de Granada, el 2 de noviembre de 2002)
Ayer me llamó un amigo para invitarme a compartir una botella de buen vino y reflexionar sobre la muerte. Me pertreché, pues, con un puñado de citas literarias y mis músicas favoritas (aquel inolvidable concierto de la prensa de hace dos años) y acudí a la cita cargado de mis mejores argumentos filosóficos sobre cuestión tan universal y eterna como local y propia de estas fechas. Así que, nada más vernos, saludarnos y ponernos al corriente de nuestras respectivas familias, mi amigo y yo entramos sin más preámbulos en materia y, casi de inmediato, como no podía ser menos, nos pusimos trascendentes. La muerte de un famoso cineasta, con quien él había trabajado y trabado amistad durante el rodaje de una película sobre un personaje del que mi amigo era y es el máximo especialista, había sido el detonante para su llamada y la causa de su indisimulada tristeza. Tristeza –me dijo– no sólo por la muerte en sí, o por la ausencia, ya para siempre, de un ser tan admirado y apreciado para él, sino por los momentos que nunca más podrían compartir, los libros y las películas en los que no podrían volver a trabajar juntos, los vinos y las tapas con los que no podrían entretener ambos ninguna otra conversación como la nuestra. Tristeza también –confesó– por no haber podido darle su último adiós, por no haber podido participar en su despedida colectiva y social. Pero ésa es ceremonia –esgrimí, por mi parte, en su consuelo– que en realidad nunca conforta a los muertos y, a veces, ni siquiera tampoco a los vivos. Entramos entonces en una larga disquisición sobre las diferencias histórico-culturales entre Occidente y Oriente, entre religiones monoteístas y politeístas, entre la civilización judeo-cristiana y su variante islámica, por un lado, y la hindú o la budista, por otro. Hasta que, tras debatir sobre el cielo y el infierno, la eternidad, el más allá, la reencarnación y demás supersticiones concebidas por el secular y comprensible miedo humano a lo desconocido, hablamos también de la muerte como negocio (los funerales, esquelas, ataúdes, lápidas, flores y demás parafernalia con que solemos despedir a nuestros muertos, ¿les sirven a ellos para algo?), para llegar por fin a esta última y curiosa pregunta, sobre todo para personas preocupadas, como nosotros, por el futuro del planeta: ¿qué será más ecológico, los entierros tradicionales o las cremaciones? En fin –añadí tras un paréntesis, retomando el hilo de mis pensamientos–, que mientras hay quienes mueren porque no mueren, como Santa Teresa, hay también quienes nunca morirán aunque mueran. Pues, si la verdadera muerte es el olvido, la experiencia nos enseña que hay muertos imposibles de olvidar. Seres que permanecen vivos para siempre en el recuerdo de quienes los conocieron, vivos en el corazón de quienes los amaron. Aunque no tengan lápidas que reproduzcan sus nombres. Ni cruces donde rezar por su almario en el paraíso. Mientras queden flores para renovar cada noviembre la memoria de su paso por este mundo. Porque “al fin y al cabo, cualquier sitio / da lo mismo para morir” (José Hierro), y si “formasen los muertos que más amas / un bosque ardiendo bajo el mar desnudo” (Luis Rosales), a quién servirá ya la “memoria de una piedra sepultada entre ortigas / sobre la cual el viento escapa a sus insomnios” (Luis Cernuda).