Texto de mi intervención en el trigésimo aniversario de La Tertulia, la noche del 19 de abril de 2010:
"En el principio fue el verbo, el pensamiento y la lucha. En el principio, aquí, en La Tertulia, hace ahora 30 años, hace hoy precisamente 30 años exactos. Pero no era un verbo cualquiera, sino la poesía comprometida; no era un pensamiento más, sino la ideología marxista; no era una lucha existencial, sino la lucha de clases. Franco había ya muerto, es verdad; la dictadura había dado paso a la santificada transición, es cierto; pero la lucha de clases seguía vigente, la dialéctica marxista era todavía entonces mayoritariamente tenida por necesaria. No como ahora, cuando parece haber triunfado la teoría del nuevo régimen globalizado, el fin de las ideologías dichosamente alcanzado tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS. La Unión Soviética ha muerto, ¡viva la Unión Europea! El comunismo soviético ha muerto, ¡viva el paraíso occidental, viva la democracia liberal! Sin embargo, no somos pocos los que pensamos y proclamamos que la verdadera, la gran epidemia de nuestro tiempo sigue aún siendo el capitalismo. Por muchos antídotos posmodernos con que intenten sanearlo y muchos disfraces pseudodemocráticos con que intenten arroparlo y disimularlo. El capitalismo salvaje impera ya sin tapujos ni contrapunto alguno en nuestras vidas y no parecen quedar proletarios suficientes en el mundo para unirse y conseguir derribarlo, o al menos, intentarlo. Es que ni siquiera parece que haya ya proletarios, al menos en nuestro país. Lo que hay ahora son consumidores, somos consumidores, muchos consumidores. Pero tampoco parece que el grito de “¡Consumidores de todos los países, uníos!” pueda movilizar a casi nadie. Porque lo cierto es que el régimen socialdemócrata de Felipe González se encargó de meternos en la OTAN y desmovilizarnos, desmotivarnos, desideologizarnos. Y aunque el nefasto paréntesis aznariano estuvo a punto de despertarnos de nuevo, el zapaterismo ahora parece habernos anestesiado ya definitivamente bajo la amenaza de la crisis mundial financiera. La desideologización actual de la sociedad lleva a que en la conmemoración del centenario de Miguel Hernández se oculte su condición de militante comunista, algo tan determinante para su obra como lo fue para su vida y, sobre todo, para su muerte. O, por venirnos más cerca, que ahora se recuerde el paso por este local de Rafael Alberti o Mario Benedetti obviando su condición de comunistas ilustres. Y, sin embargo, cuando ellos pasaron por aquí, ambos tuvieron a gala proclamarla con orgullo. O como Javier Egea, tan asiduo de este estrado y del que ahora tanto se escribe y se habla, y que, al entrevistarlo un día para el Diario de Granada, no se recató en declararme sin tapujos: “Yo no soy un poeta comunista. Yo soy un comunista poeta, que no es lo mismo”. Por supuesto que no era lo mismo, ni lo sigue siendo, por mucho que la desmemoria propiciada por la ola liberal posmoderna confunda comunismo con estalinismo y pretenda proscribirlo por ello mientras el fascismo nunca proscrito se revitaliza de nuevo y cobra cada vez más fuerza ante la pasividad del PSOE y el aliento del PP. ¿Tiene, pues, sentido que venga yo ahora a recordaros que fue muy cerca de aquí, concretamente a la vuelta de la esquina, donde la célula Gramsci del PCE tenía su santuario clandestino de trabajo y a consecuencia de ello consagró luego en La Tertulia su antro público de recreo? ¿Tiene sentido que, a pesar de cuantos reniegan ahora de aquella etapa, de aquella militancia, de aquella lucha, sin la cual la salida política de la dictadura franquista hubiera sin duda sido diferente, siga yo aún reivindicando su memoria, su existencia, su historia? ¿Tiene sentido que, ahora que parece como si la palabra comunista se hubiera convertido en sinónimo de apestado, hasta el punto de que algunos que lo fueron se sonrojan cuando se les recuerda, venga yo aquí a evocar el tiempo en que fue considerado un signo de tanto mérito y prestigio que hasta quienes nunca lo fueron presumían de haberlo sido? Quizás me expongo a que alguien pueda interpretar mis palabras como un canto nostálgico al “cualquier tiempo pasado fue mejor”, un panegírico al “contra Franco luchábamos mejor”. Pero no es eso, por supuesto, ni muchísimo menos. Además, cuando Tato y Cele abrieron La Tertulia, Franco llevaba ya exactamente cuatro años y seis meses bien muerto y enterrado en su faraónico mausoleo al que aún siguen acudiendo legalmente en peregrinación, para oprobio y vergüenza nuestra, los fascistas de este país a venerar su infausta memoria. La nuestra, en cambio, se nutre hoy de otros momentos, otros recuerdos, otros nombres. Nombres como los de Alejandro Barletta, Graciela Ferrari, Enrique Morente, Paco Ibáñez, Joaquín Sabina, Raúl Alcover, Aurora Moreno, Paco Moyano, Susana Oviedo, Ricardo Carpani, Rafael Pérez Estrada, Claudio Sánchez Muros, Juan Vida, Paco Castro, Javier Korral, Agustín Ruiz de Almodóvar, Mario Aciar, Pedro Moya, Juan Arrabal, Jorge Ferré, Vázquez de Sola, Peridis y Martinmorales, Óscar Ferrigno y Fabiana Gabel, Ramón Rivero, Miguel Aparicio, Celia Guevara, Daniel Moyano, Agustín García Calvo, José Luis García Rúa, José Luis Cano, Fernando Quiñones, Caballero Bonald, Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Rafael Montesinos, Luis Antonio de Villena, Javier Lostalé, José Ramón Ripoll, Jesús Fernández Palacios, Julio Herranz, Felipe Benítez Reyes, Graciela Baquero, Leopoldo Castilla, Ignacio Llamas, Antonio Rodelas, Cipriano Torres, Rafa Villegas, Antonio Ramón, Guillermo Busutil, José Ladrón de Guevara, Juan de Loxa, Antonio Carvajal, Pepe Heredia Maya, Juan Carlos Rodríguez, Mariano Maresca, Jerónimo Páez, Andrés Sopeña, Antonio Sánchez Trigueros, Paco López Barrios, Miguel Hagerty, Alejandro Víctor García, Antonio Muñoz Molina, Fidel Villar Ribot, José Gutiérrez, Rafael Juárez, Ángeles Mora, Teresa Gómez, Antonio Jiménez Millán, Álvaro Salvador, Andrés Soria Olmedo, Luis García Montero, José Carlos Rosales, Justo Navarro, este gaditano que ahora me acompaña (Juan José Téllez) y tantos y tantos otros que se me quedan en el tintero, pero entre los que no puedo dejar de recordar otra vez a los citados y llorados Rafael Alberti, Mario Benedetti y Javier Egea. Y junto a todos ellos, siempre los de Tato y Cele, a cuya presentación en sociedad con la apertura de La Tertulia yo mismo dediqué estas líneas en El País: “Hace unos meses, Tato y Cele, argentino y madrileña, llegaron a Granada procedentes de Suecia, donde el primero se encontraba exiliado. Les gustó la ciudad para cuna del hijo que esperaban y montaron este lugar de reunión para amigos de la cultura. En el número 3 de la calle Pintor López Mezquita, La Tertulia se define como café-bar, biblioteca, librería, sala de exposiciones y conferencias. Se trata de algo parecido a los book-cafés suecos y, en tan poco tiempo, ha adquirido ya un variado y valioso ambiente cultural, donde prácticamente cabe todo, con seriedad, y donde se admite a cuantas personas quieran relacionarse con las letras y las artes desde un plano espontáneo y nada oficialista. En boca de su artífice, La Tertulia es, simplemente, un lugar agradable donde se puede hacer, dar o recibir cultura mientras siempre suena de fondo buena y variada música”. Lo que no pude decir en aquella breve nota es lo que esta noche acabo antes de explicar como preámbulo y lo que voy a añadir ahora como colofón a mi intervención en el 30º aniversario del local donde mi amigo y camarada Javier Egea –para mí, su nombre y su recuerdo permanecen ineludiblemente unidos para siempre a La Tertulia– presentó una lectura mía de relatos con las palabras que más he apreciado, y sigo apreciando aún, de todas las que jamás nadie haya en público pronunciado sobre mi persona. Voy a repetir, en homenaje a su memoria, un extracto de su presentación que considero aún vigente, a saber: “Conocí a Eduardo –dijo aquella noche Javier– allá por la primera agonía del dictador. Trabajamos, junto a otros camaradas, en una célula comunista a la que Antonio Gramsci había prestado su nombre. Nos hicimos grandes amigos. Han pasado los años y seguimos siendo amigos y camaradas. Sabemos que, a pesar de vernos de tarde en tarde, no es necesaria ninguna palabra para justificarnos. Y esto no es fácil en el mundo capitalista. Pero todo está ya muy claro. Y cada día más. Por eso voy a utilizar para presentarle un texto (mi último trabajo), un poema que considero bastante argumental y expositivo (quizá con suerte también clarificador) de cómo fuimos encontrando, a través de aquellas reuniones clandestinas, aquellas lecturas comunes, aquel dolor común, la hermosa y terrible luz que hace posible que hoy les pueda hablar tajantemente de nuestra amistad, sin necesidad de falsos halagos y gratuitas perífrasis. Ustedes se preguntarán cómo es posible poner la mano en el fuego, ni siquiera tratándose de un amigo. Y yo me atrevo a afirmar, sin ningún pudor, que mientras nuestro horizonte sea el mismo (y, por tanto, la lucha por él), no sólo pondré la mano en el fuego, sino que me la dejaré abrasar muy gustosamente. Porque para eso hemos venido a este mundo: para quemarnos.” Ésas fueron sus palabras de entonces y puedo darles fe de que, 30 años después, nuestro horizonte, el suyo y el mío, y espero que también el de muchos de ustedes, sigue todavía siendo el mismo. He aquí, por fin, el poema que aquella noche me dedicó Javier y que, hoy por hoy, permanece aún inédito en letras de imprenta:
Sin saber cómo nos quedamos solos en mitad de la historia.
O quizá fue
que la soledad era como un útero blanco,
y una pregunta torpe el agua que caía gota a gota
sobre la piel de la ciudad vencida.
Sin saber cómo
temblamos al mirarnos las manos del presagio cada día:
el hueco enorme y el dolor: el éxodo.
Buscar algún recodo del camino
es parte del trabajo que nos une,
buscar lo que quedó de la alegría
en medio de un terrible silencio compartido.
Lo demás huelga, hermano, camarada.
El único programa del gobierno es saber lo que eres,
por qué vas por la calle,
por qué alumbras a veces y te apagas de golpe,
es saber que a pesar del parlamento
florecen los almendros y se agotan
y no estamos allí sobre la tierra
atentos a la extraña dimensión
de las hojas rotas, perdidas,
como aquella ponencia que se quedó en el gesto de los héroes
que nunca hicieron falta: la voz innecesaria: la arena y la palabra.
Sin saber cómo nos vamos viendo tristes
y no estamos allí recogiendo el agua a borbotones.
Que hay que gobernar este mundo con besos.
Lo demás hojarasca, ceniza, tiempo roto.
Lo demás es la muerte, es andar por la historia
sin saber la distancia que separa tu mano de la mía.
[Javier Egea. Granada, marzo de 1980.]"
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